Hace un par de días el torero español Julio Aparicio recibió una grave cornada durante una tradicional corrida para la Feria de San Isidro. El cuerno del animal entró debajo de la barbilla por la traquea y subió hasta asomar casi diez centímetros de la punta por la boca.
Alrededor de dos semanas atrás, el influyente político Diego Fernández de Cevallos “desapareció” o “lo desaparecieron” cuando regresaba a su rancho en algún poblado de Querétaro. En ese momento, fue buscado por todas las fuerzas policiales y se informó por todos los medios de comunicación; ahora, se ordena que nadie busque y una televisora ha dejado de hacer su trabajo: informar.
Meses antes, una niña de cuatro años fue encontrada muerta en su cama luego de pasar por desaparecida nueve días. Se culpó a los padres, a los empleados de la casa, a los amigos de la familia. Ahora, el procurador de justicia en el Estado de México dice que todo fue un accidente y no hay delito qué perseguir.
Tiempo atrás, muere Arturo Beltrán Leyva en la capital morelense mientras evitaba ser capturado por los marines mexicanos. “Fue un fuerte golpe al narcotráfico”, decían los comunicados oficiales; “sólo será una temporada de reorganización para la delincuencia organizada”, dice la opinión pública.
Al pié de cada noticiero “on-line” la gente opina:
Que maten a todos los toreros, son más bestias que los toros. Que secuestren y ejecuten a todos los políticos mexicanos, hay que terminar con la delincuencia organizada en el poder. Que maten a la madre de la niña, la segura culpable del “accidente”. Que maten a todos los narcotraficantes, son personas sin valores y sin valor para la sociedad.
¿Es fácil pedir la muerte en el anonimato? ¿Es fácil pedir la muerte en estos días? ¿Es normal pedir ejecuciones públicas? ¿La opinión pública es matar? ¿Es fácil matar?
