sábado, 29 de agosto de 2009

Rosa de Ramiro

No recuerdo cuando la vi por vez primera, tampoco por vez última. Pero sé cómo la recuerdo. Una mujer robusta, de piel blanca, una permanente expresión en el rostro de desagrado por lo que le rodeaba. También sus hermosos ojos verdes, casi grises, sólo a ellos puedo atribuir el amor de Ramiro. Se enmarcaron siempre bajo un par de tupidas cejas negras y el conjunto retribuía una ternura que faltaba a su regordete rostro.

Como persona mayor, no como síntoma de simpatía, me llamaba "mijo" y yo le llamaba Rosa. Siempre de usted, porque ahí está el respeto. Le contestaba lo que me preguntaba y le compartía lo que me pedía. Pero me gustaba escucharle hablar de Dios, del verdadero y de la falsedad del otro Dios. Nunca entendí cómo era que guardaba tanto rencor por un "nombre" al que luego nombraba con tanto cariño. Me hacía mucha gracia eso.

Era cariñosa lo sé, pero nunca lo supe de verdad. Así como nunca supe de verdad que fuera mala, pero lo era. Finalmente, la conocía pero no la conocía de verdad; o en las mismas palabras: de verdad la conocía pero, al fin, no la conocí.

"Rosa, que dice mi mamá que ahí le manda"
"Ándele mijo, dígale que gracias"

Extraño a Rosa y todo lo que de ella no sé. Me pregunto si Rosa extrañó alguna vez que no la viera. A lo mejor estaba acostumbrada a no verme. De seguro vivía pensando en toda su vida y feliz omitió mi recuerdo. Seguro se decía muchas veces: Ay, éste Ramiro que no llega.

Cierto día Rosa se pudrió como las rosas dentro de un florero. Rozagante.

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